Bajo la superficie del río Yacu, donde el sol tejía destellos dorados sobre el agua, vivía el Jichi.
No era un pez común, ni una serpiente cualquiera: su cuerpo brillaba como perlas mojadas, y cuando nadaba, dejaba un rastro de burbujas centelleantes.
Él era el guardián silencioso, el que mantenía el equilibrio entre los humanos y la vida del río.
Los niños del pueblo solían jugar en la orilla, pero Lucas era distinto. Siempre llevaba su red, ansioso por atrapar más peces que nadie.
Una tarde, mientras las libélulas danzaban sobre el agua, Lucas lanzó su red una y otra vez, sin darse cuenta de que el río empezaba a quedarse sin voces.
Los peces escondidos, los camarillos asustados… hasta los caracoles se refugiaban bajo las piedras.
Entonces, el agua se agitó. No como con el viento, sino como si respirara. Y de entre las sombras líquidas emergió el Jichi, su cuerpo reluciente como la luna en el agua.
—Lucas —dijo con una voz que sonaba a cascada suave—, ¿sabes por qué el río ya no canta?
El niño bajó la red, sorprendido. Nunca había visto algo tan hermoso… ni tan serio.
—Yo solo… quería ser el mejor pescador —murmuró.
El Jichi se deslizó cerca, y en sus ojos brilló una chispa de tristeza.
—Si tomas más de lo que el río puede dar, pronto no quedará nada. Ni peces, ni agua clara, ni risas en la orilla.
Lucas sintió un nudo en la garganta. Nunca había pensado en eso.
—¿Y… cómo lo arreglo? —preguntó, mirando su red medio vacía.
El Jichi sonrió, y de pronto, el agua alrededor de ellos se llenó de peces otra vez, como si hubieran estado esperando.
—Pesca solo lo que necesites. Cuida el río como él te cuida a ti.
Desde entonces, Lucas no solo dejó de pescar sin control, sino que se convirtió en el niño que recogía botellas de la orilla y explicaba a los demás por qué había que proteger el agua.
Y cuando alguien preguntaba por qué el río Yacu brillaba tanto, él solo sonreía, recordando al guardián de escamas luminosas que vivía bajo las olas.
Fin.
Reflexión
Este cuento es más que una historia sobre un espíritu del agua: es un espejo que refleja la relación sagrada entre los seres humanos y la naturaleza.
El Jichi no es un mero «castigador», sino un guardián que enseña desde la empatía. Su aparición no asusta, sino que invita a Lucas (y al lector) a observar las consecuencias de sus actos.
Claves de su mensaje:
El equilibrio es frágil: El río no «castiga», sino que se debilita cuando se rompe su armonía. La escena donde los peces y caracoles se esconden es un recordatorio visual de que todo está conectado.
El error como oportunidad: Lucas no es villano; es un niño impulsivo que aprende. El Jichi no lo humilla, sino que le muestra cómo reparar su acción. Esto enseña a los pequeños que cambiar está bien.
La belleza como maestra: El Jichi brilla, el río «canta», las libélulas danzan… La naturaleza se presenta como algo mágico que merece respeto, no por obligación, sino por amor.
¿Por qué funciona para niños?
Evita el miedo: En lugar de amenazas («si contaminas, te llevará el Jichi»), usa la maravilla («mira lo que pierdes»).
Empodera: Lucas no solo deja de pescar, sino que se convierte en protector. Los niños necesitan sentirse agentes de cambio.
Deja preguntas: ¿Qué otros «secretos» guardan los ríos?
¿Cómo podemos escucharlos?
En esencia, el cuento siembra una idea profunda: cuidar el mundo no es un sacrificio, sino un pacto de reciprocidad. El río da vida, y nosotros le devolvemos respeto. Y eso, en un mundo de consumo acelerado, es un mensaje revolucionario disfrazado de fantasía acuática.
Este cuento está basado en la cultura popular de Bolivia.