Una noche oscura y llena de misterio, Moisés, con su famosa barba larga, se encontraba frente al mar. Y no era cualquier mar, ¡era un mar gigante que parecía no tener fin! A su lado, miles de israelitas lo miraban con ojos grandes, esperando que hiciera algo increíble.
«¡Vamos, Moisés!», gritó un niño pequeño desde la multitud. «¿Cómo vamos a cruzar este mar sin mojarnos?»
Moisés sonrió. Sabía que Dios tenía un plan especial. Entonces, con paso firme y su vara en alto, Moisés se acercó a la orilla.
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Sin perder la calma, Moisés levantó su vara hacia el cielo y, con una voz profunda y seria, exclamó: «Dios, ¡ayúdanos a cruzar este mar sin tener que nadar como peces!»
De repente, un fuerte viento del este comenzó a soplar. Las olas rugieron y, poco a poco, el mar empezó a separarse. ¡Era como si el mar hubiera decidido abrir una puerta gigantesca! Las aguas se levantaron formando enormes paredes de agua a ambos lados, dejando un camino seco en medio. Era como un túnel acuático, pero sin techo.
Así que los israelitas comenzaron a cruzar el mar, caminando por el seco sendero, mirando a los peces que nadaban junto a ellos, sorprendidos por esta visita inesperada.
Pero no todo era diversión. Los egipcios, liderados por un faraón muy enfadado, empezaron a perseguirlos. «¡No los dejen escapar!», gritó, agitando sus puños en el aire. Sin embargo, justo cuando los israelitas llegaron al otro lado, Dios hizo que las paredes de agua se cerraran.
Los egipcios se encontraron en medio de un mar que ya no estaba de su lado.
Moisés, con una sonrisa tranquila, miró al mar que volvía a su lugar y dijo: «Bueno, eso estuvo cerca. ¡Gracias, Dios!»