En las tierras cercanas al nacimiento del río Orinoco, vivía un poderoso caimán llamado Babá, el rey de los caimanes. Babá no estaba solo; su fiel compañera era una pequeña rana, su reina. Ambos compartían un gran secreto que nadie más conocía: el fuego.
Este mágico poder lo guardaban dentro de la garganta de Babá, y lo utilizaban para cocinar orugas en su cueva, un lugar misterioso donde ningún animal se atrevía a entrar.
Un día, la perdiz, volando distraída, entró en la cueva de Babá por accidente. Allí, encontró orugas chamuscadas, y aunque desconfiaba, no pudo resistirse a probarlas. ¡Eran deliciosas! Rápidamente fue a contarle lo que había descubierto al colibrí y al pájaro bobo, dos aves muy curiosas y traviesas. Los tres amigos decidieron que debían descubrir cómo el caimán y la rana lograban cocinar las orugas.
** Cuento recomendado ** : La piscina de cocodrilos
El pájaro bobo, con su plumaje oscuro, se ofreció para espiar. Entró en la cueva y se escondió en un rincón, sin ser visto. Allí, con los ojos bien abiertos, observó el gran secreto: Babá abría la boca, y de su garganta salían llamas que cocinaban las orugas que la rana había traído. Impresionado por lo que había visto, el pájaro bobo salió sigilosamente y se lo contó a sus amigos.
Las tres aves idearon un plan para robar el fuego y compartirlo con todos los animales. «¡Hagamos reír a Babá!» —dijo la perdiz—. Si lo lograban, cuando el caimán abriera la boca para reír, el colibrí volaría rápido y se llevaría el fuego.
Al día siguiente, cuando todos los animales acudieron al río a beber agua, el pájaro bobo y la perdiz comenzaron a hacer piruetas y bromas, tratando de hacer reír al rey caimán. Aunque muchos animales se rieron, Babá no mostró ni una sonrisa.
Sin embargo, la rana, que siempre disfrutaba de una buena broma, no pudo contener la risa. El pájaro bobo, aprovechando el momento, lanzó una pequeña pelota que quedó atascada en la mandíbula de la rana, y Babá, al verla luchando con la pelota, no pudo evitar reír también.
En ese preciso instante, el colibrí se lanzó en picada, volando a toda velocidad hacia la boca de Babá, y, con gran destreza, robó el fuego con sus diminutas alas. Sin embargo, al elevarse, una chispa encendió un árbol cercano.
Babá, enojado pero también resignado, les dijo a los animales que, aunque habían logrado robar el fuego, debían tener mucho cuidado. «Si no lo usan sabiamente, podría destruirlos a todos», advirtió. Tras decir esto, Babá y la rana desaparecieron en las profundidades del río, donde vivirían eternamente.
Los animales intentaron usar el fuego, pero no supieron cómo manejarlo. Sin embargo, el ser humano, observando con atención, aprendió a controlar las llamas. Gracias a ello, pudo cocinar, calentarse y protegerse, y desde entonces, los humanos agradecieron a las aves por haberles dado el don del fuego.