Cuentini

El Profeta Balaam

El sol comenzaba a esconderse cuando Balaam terminó de contar sus monedas por tercera vez. «Sí, definitivamente con esto me compro el sombrero con plumas de avestruz… y quizás hasta uno de repuesto», murmuró satisfecho mientras las guardaba en su bolsa de cuero.

Dulce, su burrita de pelaje gris y ojos bondadosos, movió las orejas con preocupación. Desde que el mensajero del rey Balac había llegado con aquella oferta de oro, algo en su corazón le decía que esto no estaba bien.

—¡Vamos, perezosa! —canturreó Balaam al amanecer, colocando su mejor manto rojo—. Hoy nos haremos ricos.

Pero al llegar al camino estrecho entre las montañas, Dulce se detuvo bruscamente. Sus orejas se pararon como antenas y sus grandes ojos se abrieron como platos.

—¡Ea! ¿Otra vez? —Balaam dio un golpecito con su vara en el suelo—. No hay nada ahí, sólo piedras y…

¡ZAS!

Un rayo de luz cegador iluminó el sendero. Balaam se cubrió los ojos con el brazo. Cuando por fin pudo mirar… ¡Dios mío! Un ángel más alto que tres palmeras juntas, con una espada que brillaba como mil relámpagos, bloqueaba completamente el camino.

—¡A-A-Ay! —tartamudeó Balaam, cayendo de espaldas sobre unas matas de romero—. ¡No sabía que los ángeles usaban sandalias tan grandes!

El ángel sonrió, y su rostro se iluminó como el amanecer:
—Tu burrita me ha visto desde hace tres curvas en el camino. ¿No te parece raro que se negara a avanzar?

Dulce, aprovechando que ahora todos la miraban, alzó la cabeza con dignidad:
—Primero me apretaste las costillas, luego me golpeaste con la vara, ¡y hasta me jalaste las orejas! —sus palabras sonaban como campanitas de bronce—. Y todo porque intentaba salvarte.

Balaam se ruborizó hasta la punta de la nariz. Se acercó a abrazar el cuello peludo de Dulce:
—Perdóname, amiga. Tienes razón, debería haber escuchado… ¡a Dios y a ti!

Cuando llegaron donde el rey Balac, ¡Balaam dijo exactamente lo contrario de lo que quería el rey! En vez de maldiciones, salieron de su boca palabras hermosas sobre el pueblo de Israel.

Con las pocas monedas que tenía ahorradas (las del rey las devolvió), compró… ¡un hermoso sombrero para Dulce! Con flores y todo.

Aprendió que cuando tu corazón y tu burrita te dicen que algo está mal, ¡es mejor escuchar! Aunque el oro brille mucho, la obediencia a Dios brilla más.

Y colorín colorado, Balaam y Dulce siguieron viajando juntos, pero ahora siempre preguntaban primero: «Dulce, ¿ves algo que yo no veo?»

Sonia Jerez

Escritora y conferencista con más 10 años de experiencia en la educación infantil y desarrollo creativo. Ha ganado varios premios internacionales.

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