Una vez, en una tierra lejana y misteriosa llamada Egipto, el pueblo de Israel vivía como esclavo. Moisés, su valiente líder, escuchó la voz de Dios, que le habló con instrucciones muy especiales.
“Este será un mes diferente”, dijo Dios. “El primer mes de su año. Y para marcarlo, vamos a hacer algo que jamás olvidarán.”
Dios pidió a Moisés que reuniera a todas las familias y les explicara el plan. Cada hogar debía buscar un corderito o cabrito, uno que fuera joven y sin defectos, y cuidarlo con esmero.
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¿Por qué? Porque ese animal iba a ser parte de una comida muy importante, una cena que tendría un gran significado para ellos.
“Pero no es solo una cena común,” dijo Moisés. “En la noche especial, deberán preparar el cordero asado y comerlo con panes sin levadura, que son esos que no crecen, y con hierbas amargas. ¡Todo debe estar listo antes del amanecer!”
El pueblo escuchaba con atención. Pero había una parte aún más importante: debían tomar la sangre del cordero y ponerla en los marcos de sus puertas. ¿Por qué? “Porque esta noche el Señor pasará por Egipto y protegerá a las casas que tengan la marca de la sangre”, explicó Moisés. “La plaga no tocará sus hogares.”
Era la Pascua del Señor, un momento donde Dios iba a liberar a su pueblo de la esclavitud.
Las familias prepararon todo con cuidado. Esa noche, mientras comían el cordero, con sus túnicas atadas, sandalias puestas y varas en mano, el aire estaba lleno de expectativa. Sabían que algo grande estaba por suceder.
Y tal como Moisés había dicho, esa noche Dios pasó por Egipto. Pero al ver la señal en las puertas de los israelitas, pasó de largo, protegiéndolos de la plaga. A partir de ese día, la Pascua se convirtió en una celebración de libertad, una fiesta para recordar siempre cómo Dios cuidó de su pueblo y los liberó.
“Cada año”, dijo Moisés, “celebraremos esta noche para no olvidar lo que Dios hizo por nosotros.” Y así, generación tras generación, la Pascua se convirtió en una de las fiestas más importantes y queridas.