Una tarde, Jesús estaba con sus amigos, los discípulos, en un campo junto al mar. El sol brillaba en lo alto, y a lo lejos se veía una multitud que venía caminando. Eran muchas personas, familias enteras, niños, padres y abuelos, todos emocionados por escuchar a Jesús. Pero había un pequeño problema: nadie había traído suficiente comida para todos.
Los discípulos se preocuparon. «¡Jesús!», dijeron, «hay muchísima gente, y solo tenemos cinco panes y dos peces. ¡Eso no alcanza para todos!».
Jesús sonrió con calma. No se asustó ni un poquito. «No se preocupen», les dijo. Luego, invitó a todos a sentarse en la hierba, y alzó la vista al cielo. «Gracias, Padre», murmuró con una voz llena de amor, y empezó a repartir los panes y los peces.
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Primero partió un pan y luego otro, mientras lo entregaba a los discípulos para que lo llevaran a la gente. Partía y partía, y parecía que el pan nunca se acababa. Después, hizo lo mismo con los peces. Los discípulos corrían de un lado a otro, y cada vez que miraban la cesta, ¡seguía habiendo comida!
Los niños estaban maravillados. «Mamá, mira, ¡hay más comida!», decía uno. Otro niño, abrazando un pedazo de pan, exclamó: «¡Esto es como magia!». Pero Jesús solo los miraba con una sonrisa, sabiendo que lo que realmente importaba era el amor que se compartía.
Cuando todos terminaron de comer, algo increíble sucedió: ¡sobró comida! Los discípulos recogieron doce cestas llenas de panes y peces que no se habían comido.
«Jesús, ¿cómo es posible?», preguntaron sus amigos. «Con tan poca comida, alimentaste a miles de personas».
Jesús, con una mirada tranquila, respondió: «Cuando compartimos lo que tenemos con amor, siempre hay suficiente para todos».
Y así, aquella tarde no solo llenaron sus estómagos, sino también sus corazones. La gente se fue a casa recordando que, con fe y generosidad, los milagros siempre son posibles.