Era una mañana brillante en Israel, y el rey Salomón estaba lleno de energía. Había llegado el momento de realizar un sueño grandioso: construir un templo para el Señor, un lugar donde todos pudieran sentir su amor y su presencia.
Desde pequeño, Salomón había escuchado historias sobre lo importante que era un hogar para Dios, y ahora, finalmente, tenía la oportunidad de hacerlo realidad.
Con un gran entusiasmo, reunió a todos los trabajadores del reino. «¡Amigos!», exclamó con una sonrisa, «juntos construiremos un lugar especial que perdurará para siempre. Este será un templo magnífico, lleno de luz y paz». Los trabajadores, animados por sus palabras, comenzaron a moverse rápidamente.
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Primero, Salomón diseñó el templo. Con su mirada sabia, pensó en cada detalle. Sería un edificio de sesenta codos de largo y veinte de ancho, con ventanales que dejarían entrar la luz del sol.
A los hombres que labraban las piedras se les decía que debían ser muy cuidadosos. «Recuerden», les dijo, «aquí solo se usarán piedras de cantera ya labradas, para que no se oigan martillos ni herramientas. Queremos que este lugar sea tranquilo».
Mientras tanto, en el corazón del pueblo, la gente comenzaba a murmurar. «¿Qué está haciendo el rey?», preguntaban con curiosidad. «¡Está construyendo un templo para el Señor!», respondían los más emocionados.
Los niños soñaban con jugar en los vastos jardines que rodearían el templo, y las mamás hablaban de cómo sería un lugar de reunión para todos.
Día tras día, el templo empezaba a cobrar vida. Las vigas de cedro se colocaban firmemente en su lugar, y la escalera de caracol se levantaba majestuosamente. Los trabajadores se reían y compartían historias mientras trabajaban, llenando el ambiente de alegría.
Finalmente, después de muchos meses de arduo trabajo, el templo estaba listo. Salomón miró hacia arriba, viendo cómo brillaba bajo el sol, y sintió una profunda satisfacción en su corazón.
Había logrado construir no solo un edificio, sino un hogar para todos, un lugar donde la comunidad podría reunirse para orar, soñar y compartir.
En ese momento, Salomón comprendió que el verdadero templo no solo era de piedra, sino de amor y unidad. Y así, bajo el cielo azul, el rey Salomón sonrió, sabiendo que había creado algo verdaderamente especial para su pueblo y para el Señor.