El Dr. Pérez no era un granjero común. Mientras otros cuidaban sus cultivos y animales, él pasaba horas en su laboratorio improvisado, observando a las gallinas. Tenía una teoría: si las gallinas podían picotear el suelo buscando comida, ¿por qué no podrían aprender matemáticas?
Un día, mientras las gallinas correteaban por el gallinero, decidió poner su teoría a prueba. Montó una pequeña pizarra en medio del corral y comenzó a enseñarles los números. Utilizaba granos de maíz como recompensa: si mostraba el número uno, les daba un grano; si mostraba el número dos, dos granos, y así seguía.
Al principio, las gallinas se entretenían picoteando sin prestar mucha atención, pero todo cambió con Matilda.
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Matilda no era como las demás. Tenía una mirada curiosa y siempre se quedaba un poco rezagada, observando lo que sucedía a su alrededor. Un día, después de que el Dr. Pérez mostrara el número tres, Matilda picoteó exactamente tres granos. El científico se quedó sin palabras. «¡Matilda ha aprendido a contar!» exclamó con entusiasmo.
Poco a poco, Matilda empezó a contar hasta diez, y el Dr. Pérez estaba más que emocionado. Decidió llevar el experimento un paso más allá. Si Matilda podía contar, ¿por qué no enseñarle a sumar y restar?
Con el corazón lleno de esperanza, el Dr. Pérez escribió en la pizarra 3 + 2 y le preguntó a Matilda: «¿Cuántos granos son en total?» La gallina lo pensó por un momento y luego picoteó cinco granos. «¡Increíble!», exclamó el Dr. Pérez. Pero justo cuando iba a celebrarlo, Gertrudis, otra gallina del grupo, cacareó fuertemente desde el otro lado.
Gertrudis, siempre competitiva, parecía tener una opinión diferente. Se acercó con determinación y picoteó cuatro granos. El Dr. Pérez estaba desconcertado. “¿Cómo que cuatro?” se preguntaba. Y antes de que pudiera decir algo, las demás gallinas empezaron a cacarear y a unirse a la discusión.
El gallinero estalló en un debate. Algunas gallinas picoteaban seis granos, otras tres, y una especialmente distraída picoteaba solo uno, más interesada en comer que en resolver la suma.
El Dr. Pérez intentaba calmar la situación, pero era inútil. Las gallinas estaban completamente inmersas en su discusión matemática. «Está bien, probemos algo más fácil», dijo. Escribió 2 + 2 en la pizarra. Matilda picoteó cuatro granos, mientras Gertrudis insistía en que la respuesta era cinco. El caos volvió a desatarse.
El Dr. Pérez, ya agotado, decidió hacer una última prueba: «Muy bien, gallinas, ¿qué tal 3 x 2?» Las gallinas se miraron unas a otras, cacareando entre ellas. Matilda se acercó a la pizarra, pero esta vez no fue la primera en actuar. De repente, todas las gallinas comenzaron a trabajar juntas.
Algunas picoteaban en el suelo como si estuvieran trazando patrones invisibles, mientras otras cacareaban una y otra vez como si discutieran los pasos a seguir.
Finalmente, Matilda picoteó seis granos en total y todas las demás asintieron en señal de aprobación. El Dr. Pérez, sorprendido pero intrigado, les preguntó: «¿Cómo lo han hecho?»
Matilda y Gertrudis comenzaron a explicar con una serie de cacareos y movimientos de alas. Era un espectáculo impresionante: parecían estar usando un sistema que solo ellas entendían, moviendo sus patas en el suelo y haciendo marcas que formaban pequeños triángulos y círculos. Gertrudis emitía cacareos que sonaban como ecuaciones, mientras Matilda trazaba figuras en el aire con sus alas.
El Dr. Pérez escuchaba atentamente, pero nada tenía sentido. A lo largo de los minutos, las gallinas seguían cacareando y marcando el suelo como si estuvieran presentando una tesis matemática compleja.
El científico intentó seguirles el ritmo, pero cuanto más lo intentaba, más confundido se sentía. “¿Qué es esto? ¿Geometría? ¿Teoría de grupos?” se preguntaba. Las gallinas parecían tan seguras de lo que hacían que el Dr. Pérez solo pudo asentir con una sonrisa nerviosa.
Aunque no entendía ni una palabra de lo que explicaban, supo en ese momento que las gallinas habían llegado a un nivel de sabiduría que él no podría alcanzar. Habían resuelto el problema de 3 x 2, pero lo habían hecho usando un lenguaje y un método que, al parecer, solo las gallinas comprendían.
Al final, el Dr. Pérez decidió que era mejor dejarlo así. Después de todo, había sido testigo de algo extraordinario: gallinas capaces de resolver problemas matemáticos complejos… a su manera.
Con una sonrisa en el rostro, se alejó del gallinero, pensando que, aunque no entendiera el método, había aprendido la lección más importante de todas: la inteligencia puede tomar muchas formas, ¡y las gallinas lo habían demostrado!
Fin.
Reflexión
Este cuento nos recuerda que la inteligencia puede manifestarse de maneras inesperadas. A veces, tendemos a medir la capacidad de otros, sean personas o animales, en función de nuestras propias expectativas y formas de pensar. El Dr. Pérez, aunque convencido de que las gallinas podían aprender matemáticas, nunca imaginó que lo harían de una manera completamente diferente a la suya.
Esto nos enseña que la diversidad de pensamiento y de métodos no solo es valiosa, sino que puede sorprendernos y enseñarnos nuevas formas de ver el mundo.
La lección clave es que no siempre se trata de llegar a la solución correcta, sino de valorar el proceso y respetar que cada uno tiene su propio camino hacia el aprendizaje. El Dr. Pérez no entendió la lógica de las gallinas, pero al final, aceptó que su sabiduría no era menor, solo diferente.
Este es un recordatorio de que el conocimiento no es exclusivo de un solo método o forma de pensamiento, y que abrirnos a otras perspectivas puede enriquecer nuestra comprensión del mundo.
En la vida, como en este cuento, a veces lo más valioso no es entenderlo todo, sino apreciar la diversidad y la creatividad en el modo en que cada ser enfrenta los desafíos.