En un enorme laboratorio, donde los robots eran ensamblados con precisión milimétrica, nació Chip. A simple vista, parecía como cualquier otro robot: brillante, con botones de colores y circuitos relucientes. Pero había algo en él que lo hacía diferente.
Desde su primer día, los demás robots cumplían sus funciones a la perfección: unos construían, otros limpiaban y algunos cocinaban. Pero Chip… bueno, Chip hacía cosas inesperadas.
Cuando le ordenaban barrer, él trazaba figuras en el suelo con el polvo en lugar de limpiarlo. Si debía organizar tornillos, los acomodaba en forma de estrellas y corazones. Y cuando le pedían entregar herramientas, les ponía nombres divertidos antes de dárselas.
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—Algo está mal con este robot —decían los ingenieros, rascándose la cabeza—. Tiene un defecto en su programación.
Intentaron arreglarlo varias veces, pero nada funcionaba. Chip seguía siendo… diferente.
Un día, el laboratorio recibió una visita importante: una niña llamada Emma, hija de uno de los ingenieros. Emma caminó entre los robots, observando sus movimientos perfectos y calculados. Pero entonces vio a Chip.
—¡Hola! —le dijo Chip con entusiasmo—. ¿Quieres ver mi colección de tornillos sonrientes?
Emma soltó una carcajada. Nunca había visto un robot que hiciera algo así.
—¡Me encanta! —dijo ella, recogiendo uno de los tornillos con una pequeña carita dibujada.
Desde ese día, Emma y Chip se hicieron inseparables. Pero un día, algo terrible ocurrió.
Chip, movido por su curiosidad y espíritu juguetón, salió del laboratorio sin que nadie lo notara. Se maravilló con la ciudad: los colores, los sonidos, la gente. Pero cuando intentó cruzar la calle, un auto pasó a toda velocidad.
El impacto fue fuerte. Sus piezas volaron en todas direcciones, esparciéndose por el pavimento. Su pequeño cuerpo metálico quedó inerte.
Emma, que lo había estado buscando desesperada, llegó justo a tiempo para ver lo que había pasado. Sus ojos se llenaron de lágrimas mientras corría hacia los restos de su amigo.
—¡Chip! ¡No, por favor! —gritó, recogiendo sus piezas con manos temblorosas.
Su padre y los ingenieros llegaron poco después y la ayudaron a juntar cada tornillo, cada cable, cada pedacito de Chip. Volvieron al laboratorio, con la esperanza de poder reconstruirlo, aunque nadie estaba seguro de si volvería a ser el mismo.
Pasaron días ensamblándolo con cuidado. Cuando finalmente lo encendieron, todos contuvieron la respiración.
Por un momento, Chip no se movió. Su pantalla seguía apagada.
Pero de repente, una pequeña luz titiló.
—¿Dónde está mi colección de tornillos sonrientes?
Emma soltó un sollozo entre risas. ¡Chip estaba de vuelta!
Y cuando, unos minutos después, organizó sus cables formando una carita feliz en la mesa de trabajo, supieron que, a pesar de todo, seguía siendo el mismo Chip de siempre: el robot con el error más maravilloso del mundo.
Reflexión
Este cuento nos recuerda el valor de la diferencia y cómo aquello que parece un defecto puede ser, en realidad, lo que nos hace únicos y especiales.
En un mundo donde la perfección y la eficiencia suelen ser lo más apreciado, Chip nos muestra que la creatividad, la espontaneidad y la alegría pueden cambiar la forma en que vemos la vida.
El momento en que Chip es atropellado simboliza el temor que muchas veces sentimos al salir de nuestra zona de confort. A veces, el mundo puede ser cruel con quienes son distintos, y no siempre hay garantías de que volveremos a ser los mismos después de una caída.
Sin embargo, el amor y la dedicación de Emma y los ingenieros muestran que, con apoyo y paciencia, podemos reconstruirnos y seguir adelante, sin perder nuestra esencia.
Cuando Chip vuelve a encenderse y sigue con sus ocurrencias, nos enseña que la verdadera identidad no está en la perfección de nuestros mecanismos, sino en la forma en que hacemos reír, soñamos y tocamos la vida de los demás.
Al final, ser diferente no es un error, sino un regalo. Y como Chip, todos tenemos algo especial que aportar al mundo.