En un pueblo donde el sol brillaba tanto que hasta las piedras parecían reír, vivía un burro llamado **Calcetín Ronquido**. Sí, ¡ese era su nombre!
Y no era un burro cualquiera: soñaba con ser tan sabio que hasta los libros lo invitarían a tomar té.
Un día, mientras paseaba por la plaza, vio a los niños entrar a la escuela. «¡Ahí está mi lugar!», pensó Calcetín, y sin dudarlo, entró al salón de clases.
Se sentó en una mesita pequeña, puso sus patas sobre el pupitre y miró al maestro con ojos de «aquí vengo a aprender».
El maestro, don Sabiondo, casi se cae de la silla. «¡Calcetín Ronquido! ¿Qué haces aquí? ¡Los burros no van a la escuela!», exclamó.
Pero Calcetín, muy serio, tomó un libro y empezó a leer. «¡Yo puedo ser un genio!», dijo con determinación.
Sin embargo, las matemáticas lo volvieron loco. Sumaba zanahorias y restaba manzanas, pero siempre le salía puras patatas.
Don Sabiondo, viendo su desesperación, le dijo: «Calcetín, las matemáticas no son lo tuyo».
El burro, enfadado, le respondió: «¡Usted no me entiende! ¡Yo soy noble y estudioso!». Don Sabiondo se rió y le dio un consejo: «Amigo, no todos tenemos que ser genios.
Tú eres el mejor cargando cosas, ¡y eso también es importante!».
Calcetín se dio cuenta de que tenía razón. Así que, orgulloso, se dedicó a cargar leña y sacos de trigo, ¡y hasta ayudó a llevar los libros de la escuela!
Al final, todos lo aplaudieron, porque ser un buen burro era su mejor talento.
Y colorín colorado, este cuento ha terminado.